Hace mucho que aprendí a no asumir que mis estudiantes dominaban los conocimientos que se resumen bajo la fórmula de “cultura general”.
A no asumir que sepan de la existencia de un cuadro llamado Las Meninas o dónde está Machu Pichu. Si acaso pregunto con timidez qué saben de pintura española o cuáles eran las civilizaciones que encontraron los conquistadores europeos a su llegada a América.
Después de todo, ¿qué es cultura general? ¿Quién decide qué conocimientos son imprescindibles? Asumo que mi ignorancia sobre ciertos campos le resultará igualmente escandalosa a mis estudiantes. ¿Es más importante conocer quién fue Chaplin o el nombre de una celebridad reciente que ignoro, pero cuya influencia en estos días parece ser oceánica? Apenas necesito recordar el asombro que me causó que mis padres ignoraran alguna vez a Michael Jackson para aquilatar el de mis estudiantes ante mi desinformación sobre las celebridades de estos días.
Dicho esto, los vacíos en el tejido cultural de los estudiantes norteamericanos me siguen resultando insondables. No solo porque a cada rato, cuando pensaba que mis expectativas sobre el conocimiento previo de mis estudiantes no podían ser más modestas, me vuelven a sorprender. He llegado a preguntarme si esa ausencia de referencias comunes va a terminar impidiendo nuestra comunicación. Más perturbador incluso me resulta no detectar en mis estudiantes la más mínima incomodidad ante su ignorancia: el poco valor que le dan a todo lo que no caiga bajo sus intereses inmediatos y la soberbia con que asumen su incultura.
Trato de explicarme tal actitud con que, a diferencia de generaciones anteriores a las que la ignorancia solía avergonzarnos, las nuevas carecen de la superstición de la cultura. Una superstición (como ocurría con lo bueno, la verdad o lo bello) atada al convencimiento de que la cultura nos haría mejores personas y le daría sentido y consistencia a nuestras vidas. Como otros conceptos cuya conjunto se nos escapa, pero a los que le atribuimos sentido trascendente, la superstición de la cultura guiaban nuestra curiosidad y los instintos sociales: evitábamos parecer incultos como mismo evitábamos parecer malos, mentirosos o feos. Una manera un tanto infantil de ver las cosas, cierto, pero la superstición funcionaba: si en medio de una conversación descubríamos algún desconocimiento elemental intentábamos remediarlo esa misma noche en el primer diccionario que encontráramos.
Hay una manera menos fatua de asumir la cultura: entenderla como un instrumento para descifrar el mundo. Un idioma que nunca dominaremos del todo pero sin cuya gramática básica no podríamos entender el tejido del universo: conectar Leang Tedongnge con la Capilla Sixtina; la Grecia antigua con el esplendor de Florencia; admirar las pirámides egipcias y las de Teotihuacán más allá de los deberes turísticos. Hacer carne (o piedra) la noción de una humanidad común. Considerar la cultura algo útil, independientemente de la profesión que se ejerza.
La sociedad norteamericana, orgullosa de su excepcionalidad histórica y sus resabios democráticos, siempre sospechó del elitismo que entrañaba la idea de poseer una cultura universal. Poco les importaban las burlas de medio mundo sobre su analfabetismo cultural y esa falta de complejos pudo ser una manera de liberarse de prejuicios ya obsoletos, un logro de su modernidad. Ahora, con la respuesta a toda curiosidad al alcance de la pantalla del teléfono, a ningún estudiante le sonroja no saber lo que les responderá Google dos segundos más tarde y olvidará en diez. La inteligencia de los teléfonos va siendo inversamente proporcional a la nuestra. Hoy, con un teléfono en la mano, todos somos un poco norteamericanos.
Sin embargo, con todo y sus supersticiones, la cultura no es acumulación de datos para responder a una encuesta. La cultura es un sistema, una gramática, un rompecabezas siempre armado a medias del que tenemos cierta idea de dónde ubicar la próxima pieza. O no. Para quien ignore esa paciente reconstrucción del rompecabezas que es la cultura, el mundo parecerá como esos cajones donde metemos las piezas de algo a la espera que aparezca el manual de instrucciones con que podamos ensamblarlas. Y así actuará en consecuencia.
Renunciando al conocimiento de una cultura común —con todos los defectos que puede tener la pretensión de un significado unitario— no solo se dificulta la transmisión de cualquier conocimiento, por básico que sea. Satisfechos con la trivia de nuestra tribu particular renunciamos, consciente o inconscientemente, a entendernos con la generación anterior, con el pueblo de al lado o con cualquiera que sea el Otro que tengamos enfrente. Nos contentamos con ser la pieza de un rompecabezas flotando en medio de la nada, en dirección a la nada. Basta tomarnos en serio nuestra condición humana para comprender que eso es conformarse con muy poco.
[Si llegas al final de este artículo sin averiguar qué diablos es Leang Tedongnge eres de los que se conforma con poco].