Sospecho que las causas de esta invisibilidad son en buena parte políticas. De un lado se asiste a la intensificación del discurso xenofóbico de la derecha contra la inmigración hispanoamericana.
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Cuál fue el primer idioma europeo que se habló en lo que es ahora Estados Unidos? ¿Cuál fue la primera ciudad fundada aquí? ¿Y la segunda? ¿De dónde era el primer no nativo que habitó en la isla de Manhattan? ¿Cuántos estados norteamericanos tienen nombres de origen hispano? ¿Y ciudades? Esas son algunas de las preguntas que les hago a mis estudiantes de origen hispano el primer día de clases. Lo que fue en principio un curso de gramática avanzada para hispanohablantes se ha ido convirtiendo en programa de alfabetización cultural. No exagero. Junto a estudiantes —pocos— que manejan ciertas nociones básicas existe una mayoría que suele ignorar datos muy elementales de su cultura origen. No basta con reclamar una identidad, les insisto. Es necesario también que conozcan su complejo pasado al tiempo que se familiarizan con la endiablada dinámica del subjuntivo.
No culpo a mis estudiantes por los sorprendentes vacíos que tienen sobre su propia cultura. Bastante admira que, habiendo crecido en una cultura anglófona, tengan un manejo pasable del español, quieran mejorarlo y hasta se interesen por conocer sus raíces. Mucho menos culparía a sus familias sin las cuales la misma idea de herencia cultural quedaría sepultada bajo numerosas capas de trivialidades digitales. Sin embargo, algo falla en el sistema educativo cuando los estudiantes titubean al preguntárseles sobre las principales civilizaciones precolombinas o sobre quién fue Bolívar. Y no solo los estudiantes de origen hispano. Porque la ignorancia de los hispanos sobre sus orígenes es apenas una manifestación del viejo tópico de la ignorancia americana que, a medida que el país se hace más diverso y complejo, resulta menos perdonable. Más incongruente y peligrosa. Parte de esta ignorancia la atribuyo a la incapacidad de Estados Unidos para reconocerse parte de un continente del que es pieza fundamental pero no la única. Y parte a la incapacidad del país para reconocer sus raíces hispanas.
Uno de los subproductos más visibles y funestos de esa insuficiencia es que a los hispanos se les vea como eternos recién llegados, aunque su familia lleve generaciones afincadas en Estados Unidos. Se asume de entrada que un Smith es más norteamericano que un García desconociendo que el suroeste de Estados Unidos fue antes mexicano, que hace siglos los cubanos emigraban a la Florida y Nueva York, o que los boricuas son estadounidenses por nacimiento. Se desdeña lo mismo el aporte hispano al origen y desarrollo del jazz, que las múltiples contribuciones a la gastronomía o la abundante literatura escrita acá por hispanos tanto en español como en inglés desde la época de la independencia de las Trece Colonias. No importa cuán importantes o antiguas sean los aportes hispanos a la cultura y la historia norteamericanas, se insiste en ver lo hispano como exótico que es otra manera de decir ajeno, de nunca apreciarlo del todo.
Los datos del censo del año 2000 arrojaban que los hispanos eran ya el mayor grupo minoritario sobrepasando a los afroamericanos y para el 2019 se estimaba en 60.6 millones la población de origen hispano. Sin embargo, pese a las evidencias demográficas, la última década ha sido testigo de una relativa invisibilidad de los hispanos. Es cierto que cada vez son más los estudiantes de dicho origen que acceden a las universidades, alrededor de un 18% del total de la matrícula, lo que es proporcional a su peso en la población total del país (17%). No obstante, la presencia latina en los medios es cuando menos equívoca. Aunque en los años que van de 2006 al 2018 de las doce películas ganadoras cinco fueron dirigidas por mexicanos, un estudio realizado en ese mismo período señaló que en las películas más importantes de Hollywood los hispanos representaban solo un 3% de los protagónicos. Y sospecho que, si descontamos los papeles de narcotraficantes y de empleadas del servicio doméstico con complejo de Cenicienta, todavía menos. Es como si los hispanos no tuviéramos historias importantes que contar. Como si en esa superproducción titulada Estados Unidos de América estuviéramos condenados a los papeles secundarios. Ya se sabe que las historias es la manera más definitiva en que una comunidad se representa a sí misma. Y si es en Hollywood, mejor.
Sospecho que las causas de esta invisibilidad son en buena parte políticas. De un lado se asiste a la intensificación del discurso xenofóbico de la derecha contra la inmigración hispanoamericana. De otra, la izquierda ha conseguido —al racializar su discurso sobre la justicia social— desplazar fuera del centro de atención a una minoría que se define más en términos culturales que raciales. Y como sabe cualquiera que haya sufrido discriminación, a mayor invisibilidad menos protección. Todo llamado a la diversidad cultural es falsa si dentro de una supuesta variedad étnica siempre se apela a las mismas ideas y conceptos, expresados en la misma lengua del mismo modo. Mientras Estados Unidos no reconozca la cultura hispana creada en su territorio como propia —incluida la producida en la lengua de Cervantes, Sor Juana y Martí— hablar de diversidad es pura hipocresía. Pero para que sea reconocida como tal debemos comenzar por nosotros. Empezar por hacernos visibles ante nuestros propios ojos y los de nuestros estudiantes, hispanos o no. Empezar por no resignarnos a que nuestra imagen, como la de los vampiros, quede sin reflejarse en el espejo de la nación.