Cuando pienso que me he vuelto demasiado apocalíptico con la situación en las universidades miro a mi alrededor. Y descubro, por ejemplo, que mi querida y admirada escritora Marina Perezagua, de vuelta a la universidad tras años de ausencia, escribe espantada: “el mundo académico que conocí, respeté y me ayudó a crecer, está desapareciendo […] El contrato es un pacto propio de un jardín de infancia: “Colorea sin salirte”. [En las universidades] no hay riesgo, no hay progreso, solo somos una pieza más del mismo puzle cuya imagen es incuestionable: el silencio. El sistema actual fomenta el pensamiento único, castiga la queja justa y saludable, aniquila al más débil (o al más fuerte, según se vea), no da lugar al desacuerdo constructivo”. Leo sus palabras y pienso que, lejos de ser apocalíptico, todos estos años en la universidad me han ido acostumbrando a esas servidumbres que tan claramente capta mi colega a su regreso a las aulas. Que el asunto es mucho peor de lo que pensaba.
Cuesta asumir una situación así cuando se acepta la idea generalizada de que la humanidad tiende a la mejoría. ¿Cómo explicar entonces la nueva condición medieval de los centros de enseñanza? ¿Cómo se ha llegado hasta ese punto? Y lo que es más importante aún: ¿cómo escapar de la trampa perfecta de un mundo reaccionario en nombre del progreso? Entonces me viene a la mente el escritor checo Milan Kundera, eterno aspirante al Premio Nobel, quien se ha liberado de la tensión anual de esperar la llamada desde Estocolmo muriéndose a sus 94 años. Especialista en analizar el régimen totalitario que aherrojó su país durante décadas Kundera escribió con claridad y agudeza sobre el antagonismo que ocupa el centro de la queja de Perezagua: la sorda discordia entre la unanimidad y la búsqueda de la verdad.
Por grande que fuera su inquina contra el totalitarismo, Kundera no creía que la unanimidad fuera exclusiva del régimen que sufrió y estudió en carne propia. En la Europa medieval —cuna, por cierto, de la universidad tal y como la conocemos— se creía en la verdad única revelada por un único Dios. Sin embargo, cuando la reforma protestante puso en cuestión la interpretación católica de las revelaciones divinas el mundo moderno comenzó a abrirse paso en la forma de una dudosa ambigüedad y “la única Verdad divina —explica Kundera— se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron”. La condición moderna supuso desde entonces asumir que la búsqueda de la verdad —ya al margen de revelaciones divergentes en las que no había consenso posible— consistiría en la interacción conflictiva de diferentes puntos de vista, cuestionables todos. Pero incluso antes que ese sistema fuera afirmado por la duda cartesiana o practicado por la ciencia empírica ya había sido representado en Don Quijote de la Mancha, la primera novela moderna que exponía un modelo del mundo “fundamentado en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas” ajeno a las tercas certezas provistas por las religiones.
La universidad del pensamiento único que describe Perezagua, donde no cabe el disenso sobre las nuevas sacralidades promueve, lo quiera o no, la renuncia a la búsqueda de la verdad en nombre de la unanimidad. Nadie aceptará, por supuesto, que está renunciando a buscar un conocimiento verdadero, pero cuando el punto de partida son ciertas “verdades” incuestionables se abdica de hecho a cualquier comprensión distinta y más profunda de lo real.
Cuando quien difiere del consenso actual pasa de simple cuestionador a la condición de hereje se está cancelando tácitamente la esencia de la modernidad, esa que está en la base de la búsqueda del conocimiento, de la tolerancia, de los derechos humanos y de la justicia social que decimos defender. Decía Kundera que si “en lugar de buscar «el poema» oculto «en alguna parte ahí detrás», el poeta se «compromete» a servir a una verdad conocida de antemano (que se ofrece de por sí y está «ahí delante»), renuncia así a la misión propia de la poesía”. Sustitúyase “poema” por “conocimiento”, “poeta” por “investigador”, “profesor” o “estudiante” y “poesía” por “universidad” y ya se sabrá a qué atenernos.
Escribo estas líneas en mi doble condición de profesor y novelista, dos profesiones ligadas, en sus acepciones más fecundas, al desafío y a la transgresión de ideas preconcebidas. Quisiera pensar que me equivoco, junto a mi colega Perezagua, cuando veo a mi alrededor tantas señales de forzada unanimidad. Quisiera pensar que se trata de puro alarmismo de señor mayor que le va perdiendo el ritmo a un mundo que acelera su avance hacia el futuro. Pero entonces observo el frío entusiasmo de quienes no parecen conocer la duda —o el miedo de quienes están llenos de dudas pero no se atreven a expresarlas— y me inquieto más aún. Porque no se trata de que unos tengamos o no la razón sino de que la razón misma deje de tener sentido. Y de que hasta la irresponsable imaginación de las ficciones se vea como peligrosa y, por tanto, digna de exterminio. Puede que lo que esté en juego no sean mis prejuicios generacionales o personales sino la propia Edad Moderna tal como la entendemos Kundera, Perezagua o yo. Con su incertidumbre, pero también con su libertad y sus pequeñas verdades. Todo por el miedo de no parecer lo suficientemente sintonizados con nuestro tiempo, por no quedar fuera del juego de la respetabilidad académica o social.
Seguiremos informando.