¿Qué hace a un buen profesor, más que bueno, memorable? ¿Qué hace que un señor, o señora, al transmitir sus conocimientos, consiga enriquecer a generaciones por el resto de su vida? Es el tipo de preguntas que me hice al enterarme de la muerte de quien recuerdo como mi mejor profesor en la Universidad de La Habana donde estudiaba la carrera de Historia. Ángel Pérez Herrero, se llamaba, y no se suponía que la materia que enseñaba, Historia Social de la Literatura y el Arte, fuera más que mero acompañante en una carrera en la que el pasado se consideraba como asunto eminentemente político y económico y el arte no pasaba de mero aditamento.
Aclaro que Angelito era ante todo un personaje. Todavía joven ya era una suerte de caballero antiguo con traje, corbata, gomina, yugos, bigote bien peinado y pañuelo oloroso a colonia en una universidad en que la idea de elegancia eran unos jeans locales mal copiados a una marca extranjera y una camisa a cuadros. ¡Hasta alguna profesora consideraba un detalle ornamental ponerse un cortaúñas sobresaliendo del bolsillo, como si fuese una leontina! Pero Angelito no se conformaba con contradecir la menesterosa etiqueta que imperaba en aquella universidad. También contrariaba el dogma imperante, un catecismo dizque marxista que se presentaba con el rimbombante título de “materialismo histórico”. Según aquella doctrina el arte no era más que parte de la superestructura que servía de ornamento o disfraz a la base material de la sociedad y sus relaciones de clase. La explicación solía ser más intrincada, pero pueden llevarse una idea.
A Angelito en sus clases, a donde iba armado apenas con su pipa y su caja de diapositivas, le bastaba con apagar las luces y proyectar imágenes de las grandes obras del mundo clásico para espantar toda la verborrea ideológica. El arte en sus clases no era parte de ninguna superestructura, creado para encubrir la explotación de los humildes y justificar a los poderosos. El arte en las clases de Angelito tenía un valor en sí mismo, recuperaba su dignidad y con ella la de los artistas que, independientemente de su estatus o de las intenciones de sus patronos, intentaban dar lo mejor de sí, a pesar de sus defectos y humanas miserias. Y durante el tiempo que duraba la clase de Angelito viajábamos a una realidad diferente, mejor, con otros valores que empezábamos a sospechar eran más sólidos que los que regían el resto de nuestra existencia.
Sin pretenderlo Angelito era un subversivo. Imagen a imagen, acompañadas por sus comentarios inteligentes, precisos, con frecuencia divertidos, nos iniciaba en una dimensión a la que no se suponía que tuviéramos acceso. Porque ¿para qué hablar tanto de belleza en aquel universo de jeans de imitación y camisas a cuadros? ¿Acaso hasta que el proletariado no alcanzó el poder las capacidades creativas que incubaba la humanidad no habían pasado de mero entrenamiento? Pero según el arte que nos mostraba Angelito, la humanidad no había tenido que esperar tanto para crear belleza. No se trataba solo de esa perspectiva distinta sino de la convicción con que la expresaba nuestro profesor. Un convencimiento que nos contagió su pasión por todo aquello que el arte nos decía en su modo difuso y deslumbrante, y que nos ha acompañado durante el resto de la vida, allí donde hayamos decidido vivirla.
Pienso esto mientras enseño en una universidad de Nueva York donde, sin la menor intervención de un poder superior, domina un catecismo tan o más rígido que el que regía el mundo en que completé mi licenciatura. Mejor que preguntarse lo que debe hacer un profesor para permanecer en la memoria de los alumnos es ¿cómo impartir conocimientos que sobrevivan a la moda del momento? Que sobrevivan a la tenaz suspicacia actual, por ejemplo, hacia todo lo producido por el enemigo absoluto de la humanidad identificado brumosamente como “hombre blanco”. Al menos el profe Angelito tenía en nosotros estudiantes ansiosos por aprender, por alimentarnos de sus apacibles subversiones, mientras que ahora a cualquier estudiante le basta escuchar un concepto chocante para erigirse en líder de alguna santa inquisición.
No lo digo por los alumnos que me han tocado en suerte, que ha sido mucha: nunca he conseguido despertarles el celo inquisidor que ha poseído a tantos. Cierto que tampoco los provoco demasiado. Siguiendo el ejemplo de Angelito, antes que inculcarles mi visión del mundo intento transmitirles todo lo que pueda serles útil en cualquier momento de su vida, como mismo me han acompañado sus clases a cuanta exhibición o museo he ido después. Por supuesto que soy una mala copia del original. La entrega de Angelito a su papel de educador era mucho más completa: desde el momento en que se vestía hasta el que devolvía los exámenes con comentarios casi siempre estimulantes marcó a más de uno por el resto de su vida.
Han pasado muchos años de aquellas clases, pero la hazaña pedagógica de Angelito, quien ya para entonces parecía un personaje anacrónico, me resulta más actual que nunca. Cuando digo hazaña no solo me refiero al esfuerzo descomunal que representaba acercar a nuestro mundo desastrado y vulgar tanta belleza. También me refiero a la proeza de enseñar algo intemporal en un medio dominado por las obsesiones del momento. Sin intentar paralelos forzados, también ahora me muevo en un medio empecinado en ver ofensas en algunas de las mejores creaciones humanas y donde hasta en la palabra “humanidad” se ve una malvada invención de hombres blancos. No soy tan sabio como mi profesor, de quien nunca supe a derechas lo que pensaba del mundo que nos rodeaba. Sí comparto la convicción, implícita en sus clases, de que las ideologías envejecen como cualquier otra moda. Y que si algo merece la pena ser enseñado es aquello que nos haga más atentos, más comprensivos, más conscientes de lo mejor que podemos llegar a ser o, dicho de otra manera, más humanos. •