Muchachos de diversos orígenes (indios, iraníes, anglos, brasileños) que usan el español de manera cotidiana para comunicarse con sus amigos, vecinos y nanas o escuchar su música favorita y desean perfeccionarlo y pulirlo. Darle alas para sacarlo de los límites del barrio o la taquería y que les sirva para el resto de sus necesidades comunicativas. Como debe ocurrir normalmente, aunque la historia del español en Estados Unidos haya sido cualquier cosa menos normal.
En mis clases insisto en que el español no debe considerarse extranjero en un territorio al que llegó antes que los primeros colonos ingleses. A mis estudiantes ciertos detalles les resultan apabullantes. Como que la primera ciudad fundada en el actual territorio norteamericano fuera San Juan (1493) en Puerto Rico y que la primera que se estableció permanentemente en territorio continental fue San Agustín de la Florida fundada en 1565 por Pedro Menéndez de Avilés. O les recuerdo que nueve de los cincuenta estados norteamericanos (o diez, si se incluye Puerto Rico) fueron bautizados por representantes de España: California, Colorado, Montana, Oregón, Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada y Florida. Sin contar las innumerables poblaciones que todavía llevan hoy nombres hispanos, aunque luego los pronuncien a la buena de Dios.
Pero la presencia hispana en Estados Unidos no se limita a la geografía. También están la historia, la demografía y la cultura. Como el dato elemental de que la expansión hacia el oeste se hizo sobre todo a costa de México, engulléndose el 55% de su territorio y más de cien mil mexicanos que tuvieron que adaptarse a las nuevas circunstancias sin renunciar a su religión, sus tradiciones o su idioma.
Sin embargo, no hubo que esperar a la anexión de Texas y la Guerra México-americana para que el español comenzara a escucharse, escribirse y leerse en el territorio de la Unión. Desde finales del siglo XVIII existían asentamientos como el de los canarios de Louisiana, que sobrevive hasta hoy con interesantísimas particularidades lingüísticas. Y en 1808 comenzó a editarse en Nueva Orleans El Misisipi, primer diario redactado en español. Y en Nueva York en 1824 el padre Félix Varela, un exiliado de Cuba, (que fue, junto a Puerto Rico, la última colonia española del continente), fundó El Habanero, portavoz del independentismo cubano. En esa misma ciudad y época otro exiliado ilustre, José María Heredia, enseñó español y publicó en dicha lengua el poemario que lo consagraría como uno de los grandes poetas de Hispanoamérica.
Cuando Texas era aún Tejas, se publicaban allí periódicos como El Crepúsculo, La Gaceta de Texas y El Mexicano, todos fundados en 1813. Pero fue precisamente la anexión del estado por la Unión Americana lo que dio impulso a los diarios en español que surgieron como acto de reafirmación de la cultura, la lengua y los derechos de sus hablantes. Ni para los exiliados cubanos y boricuas en Nueva York ni para los mexicanos de los recién anexados territorios del Oeste hablar, escribir o cantar en su lengua fue un acto inocente sino pura resistencia cultural y política que lo mismo servía para defender una identidad existente que para inventarse una nación en el exilio.
En adelante la existencia del español en los Estados Unidos siguió siendo complicada. Si en 1849 la constitución de California proclamaba que “todas las leyes, decretos, regulaciones, y provisiones que emanan de cualesquiera de los tres poderes supremos de este estado, las cuales por su naturaleza requieren la publicación, serán publicados en inglés y español” treinta años más tarde se modificó para que los procedimientos oficiales se condujeran solo en inglés. A lo largo del siglo XIX y el XX, mientras la población hispana en Estados Unidos iba incrementándose progresivamente hasta estallar en la segunda mitad del siglo pasado, la circulación y el prestigio del español siempre estuvieron en entredicho.
En medio de las tensiones generadas por la Primera Guerra Mundial el español desplazó al alemán como la principal lengua extranjera que se enseñaba en las escuelas norteamericanas, proceso que coincidió con la expansión de la comunidad puertorriqueña en el continente al serle otorgada la ciudadanía a los nativos de la isla. En esos mismos años la ofensiva de relaciones públicas lanzada por España para recuperar su vieja influencia en el Nuevo Mundo bajo la consigna de la “hispanidad” llevó importantes proyectos culturales a Nueva York, pero sin tener en cuenta a la creciente colonia hispanohablante de la ciudad. Desde entonces cada oportunidad de expandir el español ha tenido que afrontar numerosos obstáculos en la forma de ignorancia, incomprensión, desprecio o racismo puro.
El informe global del Instituto Cervantes de 2022 renueva su confianza en las posibilidades de la segunda lengua del mundo en número de hablantes nativos (detrás del mandarín), con 496 millones de personas y cuarta en el total de hablantes —o sea, los nativos más aquellos con competencia limitada— con 595 millones de hablantes, solo detrás del inglés, el mandarín y el hindi. Las cifras sobre Estados Unidos son más optimistas aún. Con 41 millones es el quinto país con hablantes nativos de español, solo por detrás de México, Colombia, España y Argentina. Si se le añaden los quince millones que lo hablan con competencia limitada, Estados Unidos es el segundo país hispanohablante con 56,757,391 personas que representan el 17.6% de la población total. Como en la fábula de la lechera, el informe se permite fantasear: alude a los 111 millones de hispanos que habrá para 2060 (27,5 % del total) y supone que la importancia del español crecerá en igual proporción.
Sin embargo, tanto optimismo no disimula el hecho de que el español en Norteamérica sigue siendo visto como una lengua extranjera, extraña. Pese a que casi un quinto de la población puede comunicarse en ese idioma y que buena parte de las ciudades más importantes del país —Nueva York, Chicago, Los Angeles, Houston, Miami— cuentan entre una cuarta parte y dos tercios de población hispana, el español está lejos de recibir la consideración que se merece como segunda lengua del país. Así, aunque los programas de español adoptan muchos más estudiantes universitarios, estos cuentan, en proporción, con mucho menos presupuesto que los de francés, italiano o alemán. Mientras las librerías en español, negocio heroico desde siempre, están a punto de extinguirse, en las grandes cadenas (Books & Books, Barnes & Noble), donde impera el inglés, el español queda relegado a un rincón tan minúsculo como poco diverso. ¡Incluso en Miami, con su 70% de hispanos! Mientras algunos de los músicos más populares del país triunfan cantando en español, para las editoriales, instituciones culturales, becas, medios informativos, festivales y premios, el español va de lo anecdótico a la absoluta ignorancia.
Algo ha cambiado —y no necesariamente para bien— cuando, a diferencia de las décadas anteriores, los candidatos presidenciales ya no consideran necesario congraciarse con los votantes hispanos soltando alguna frase en español. O al decretarse que los solicitantes de asilo hispanohablantes que no dominen el inglés deberán llevar un intérprete de un idioma hablado por 56 millones de este lado de la frontera.
La política —como es usual— tiene un peso decisivo en el asunto. De un lado muchos conservadores han pasado del “conservadurismo compasivo” de tiempos de George W. Bush al racismo descarnado que ve en el español el vehículo de una cultura inferior y disolvente de la “verdadera” cultura americana, haciendo caso omiso a la propia historia del país. Del otro está el liberalismo más hipócrita —y más sofisticado— que siente un desprecio parecido hacia la cultura hispana e intenta disolverla en la categoría de “people of color” de la que importan más los tonos de piel que el fondo y el modo en que una cultura se expresa. La combinación de unos y otros desdenes se va convirtiendo en tormenta perfecta contra la persistencia de un idioma hablado por decenas de millones en el país. Mantener al español en ese estado de inferioridad y servidumbre, de ambigua y penosa clandestinidad, es el principal objetivo del racismo abierto o encubierto, algo que debemos tener en cuenta quienes enseñamos el idioma. Porque cuando expresarse en una lengua es visto con sospecha, su enseñanza no puede presumir de inocencia. •