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La guerra de Ucrania en 50 metros cuadrados (de Manhattan)

Hispanic Community April 2023 PREMIUM
El incidente que voy a comentar apenas fue noticia en el periódico de mi universidad, pero puedo dar fe de este en condición de testigo.

Se produjo durante la presentación de la historiadora Anne Applebaum en New York University durante el ciclo de conferencias que coordina en el Jordan Center la periodista rusa Yevgenia Albats. Albats, directora por años del semanario The New Times con sede en Moscú al inicio de la guerra con Ucrania tuvo que ver cómo su sitio web fue bloqueado por órdenes de Putin mientras ella misma era acusada de ser agente enemiga. El acoso subsiguiente la obligó a salir de Rusia hasta recalar en Nueva York. Pero lejos de tomarse un descanso, Albats se dedica ahora a invitar a expertos en diferentes campos —desde académicos a periodistas pasando por políticos de diferentes países, aunque mayormente rusos y ucranianos— para arrojar toda la luz que puedan sobre la guerra en Ucrania y vislumbrar su posible desenlace. Después de todo, no es poco lo que está en juego, incluido el riesgo de una guerra nuclear.

La invitada de Albats el jueves 2 de marzo era, como dije, Anne Applebaum. Applebaum, nacida en Washington D.C. y desde hace mucho radicada en Polonia, es posiblemente la investigadora más acuciosa de los métodos y efectos del totalitarismo soviético del cual el régimen de Putin, si no copia exacta, es legítimo y orgulloso descendiente. Applebaum ha escrito libros que van desde el sistema carcelario (Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos), hasta el holocausto ucraniano de los años treinta, conocido como Holomodor (Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania) o la colonización soviética de los países conquistados al final de la Segunda Guerra Mundial (El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956). Como ya puede anticiparse en los títulos, la académica no se ha dejado arrastrar por la corriente de relativismo imperante en las universidades del que fue, junto al nazismo, uno de los regímenes más criminales y opresivos que ha conocido la historia de la humanidad.

El conversatorio en aquel salón universitario de unos cincuenta metros cuadrados atiborrado de personas fue, como era de esperar, interesantísimo. Se discutía, entre otros asuntos, si las circunstancias que rodean el conflicto ucraniano lo asemejan más a aquella tragedia de enredos que derivó en la Primera Guerra Mundial o el horror premeditado que desembocó en la Segunda. Llegado el momento de responder las preguntas del público tomó la palabra un joven que desde el inicio estuvo claro que no estaba allí para escuchar y mucho menos para aprender algo. Su intervención consistió en un cúmulo de lugares comunes sobre el intervencionismo de Estados Unidos en todo el mundo y, por tanto, el poco derecho que le asistía a las presentadoras de aquella tarde a cuestionar la intervención de Rusia en Ucrania. El tono agresivo e insultante que empleó nos convenció de inicio de que no se trataba del típico personaje excéntrico que acude a las conferencias para escucharse a sí mismo. Mientras tanto lo filmaba otro hombre que, cuando su compañero fue desalojado, tomó el relevo de las acusaciones e insultos. La reacción de las presentadoras fue notable, aunque muy diferente en cada caso; mientras Applebaum se mantuvo impasible, casi distante (“parece que los atraigo” comentó) Albats avanzó sobre los perturbadores mientras decía “Tolero todo tipo de debates menos que secuestren la discusión o insulten a mis invitados”. Aunque al final ambos fueron conminados a abandonar el salón por una de las coordinadoras del evento, la periodista dejó claro que ella se bastaba para enfrentar a los intrusos.

Al principio pensé que se trataba de una versión más o menos humana de los bots rusos que agitan las redes a favor de su gobierno. Sin embargo, casi enseguida trascendió que se trataba de miembros de una organización local que viene dando bandazos ideológicos desde su fundación en los convulsos años sesentas y, al parecer, no han encontrado nada mejor en estos días que justificar la invasión rusa a Ucrania. Ni tal alianza ni el hecho de una conferencia interrumpida —brevemente— por un par de desquiciados con ideología ameritaría que se les dedicara estas líneas. Lo preocupante vino después, cuando le comenté a otras personas sobre el incidente. No fueron pocos los que se pusieron de parte de los desquiciados. No solo los apoyaban quienes podrían catalogarse como de izquierdas o derechas: comentando el incidente descubrí que incluso personas usualmente moderadas veían la guerra en Ucrania como una manipulación de las potencias occidentales para provocar a Putin y sacar de la guerra una oscura tajada.

Llámenme apocalíptico, pero el síntoma que detecté en la reacción de aquellas buenas personas al incidente ocurrido en aquel salón universitario es el del mal de nuestra época: el de una desconfianza creciente hacia los valores occidentales, desconfianza que va convirtiéndose en una paranoia tal que hasta la repugnancia de Putin a aceptar la existencia de Ucrania como país independiente es transmutada en legítimo acto de autodefensa. Que la extrema izquierda y la extrema derecha coincidan no es noticia. Lo realmente preocupante es que todo intento de moderación sea visto con sospecha. O que la propia expresión “valores occidentales” sea percibida por los ciudadanos de occidente como simple imposición colonialista e imperial, empezando por aquellos que se desenvuelven en nuestras universidades. No tiene mucho sentido hablar de extremas izquierdas o derechas cuando la ciudadanía, empezando por la más educada, empieza a evacuar el centro y adopta como naturales las actitudes que antes le atribuíamos a los extremos. Una cosa es la crítica al pasado y el presente imperial de Occidente —y de los Estados Unidos en concreto— y otra muy distinta es la defensa activa o pasiva de imperios como el ruso o el chino que ni siquiera poseen el contrapeso democrático que equilibraba hasta ahora la conciencia de Occidente.

El centro se vacía también en los que debieran ser los centros de reflexión y entendimiento que son nuestras universidades, haciéndolas presa fácil del empuje de los extremos. Esos extremos que dicen odiarse a muerte para ponerse de acuerdo en acusar cualquier opinión moderada de provenir del extremo contrario, aumentando aún más la polarización de la sociedad toda. Y al atacar ese justo medio del que hablaba Aristóteles ponen en peligro nuestra facultad de razonar y entender. Es ese justo medio el punto desde el que podemos pensar la realidad con entera libertad, fuera del alcance de las agendas extremistas. Porque si a los extremos se les da muy bien la crítica, otro pilar básico del proceso de entendimiento de la realidad, solo desde el centro podemos sintetizar esa crítica con coherencia y protegernos de los peligros del nihilismo. Y el nihilismo hacia las virtudes democráticas fue precisamente la actitud que primaba en los años treinta del siglo pasado y que permitió el ascenso de fascismos y comunismos que desencadenó la Segunda Guerra Mundial.

Algo de eso entendían Anne Applebaum y Yevgenia Albats cuando aquella tarde defendieron su derecho a seguir reflexionando frente al ataque de aquellos energúmenos: que la guerra que se libra a ocho mil kilómetros de aquel salón universitario concierne no solo al futuro de Ucrania como nación sino al de los llamados valores occidentales y hasta el de la humanidad como especie. Gracias Anne. Gracias Yevgenia. 

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