En tiempos en que la industria del entretenimiento se ha vuelto pedagógica parecería que los profesores andamos sobrando.
Cada película o serie —o una buena parte, para no exagerar— se propone ser instructiva. Educar a su público al mismo tiempo en el conocimiento de la historia humana y en la diferencia entre el Bien y el Mal. La industria del entretenimiento ahora, cuando no se empeña en ser perfectamente banal, insiste en hacerle competencia a los curas, sermoneándonos sobre las virtudes de la bondad póstuma. Gracias a las series y películas nuevas, el pasado ahora se empeña en lucir mucho más benévolo que hace unos años. Hasta los nazis de las nuevas ficciones se cuidan de hacer comentarios fuera de tono y cuando se atreven es con el único objetivo de parecerles indiscutiblemente malos incluso a quienes desaprueben un examen de ética elemental. Las ficciones contemporáneas exponen las opciones morales de manera tan obvia que uno se pregunta cómo es posible que alguna vez los seres humanos hayan optado por el Mal.
A pesar de eso, insisto. No puede ser que los cineastas del universo hayan renunciado a representar el pasado y el presente con algo de inteligencia. Por eso cuando vi anunciada en Netflix la serie Transatlantic decidí darle una oportunidad. La premisa de la serie resultaba seductora: contar la historia de cómo consiguieron escapar de la Francia de Vichy algunas de las mentes más brillantes y creativas del mundo, empantanadas en Marsella y en peligro de caer en manos de los nazis. Una historia parecida a la de Casablanca, pero con personajes reales tan interesantes como André Breton, Walter Benjamin, Max Ernst, Marc Chagall, Hanna Arendt, Marcel Duchamp o Albert Hirschman.
Sin embargo, la trama y los personajes más atractivos pueden echarse a perder allí donde prima, más que el deseo de entender la complejidad de los asuntos humanos, el de imponer algún catecismo. (Eso es lo que explica que, con personajes con tantas posibilidades como Jesucristo, los apóstoles o María Magdalena, apenas se hayan hecho películas decentes con la trama de los evangelios). En el caso de Transatlantic, aburre e incomoda la manera en que se escenifican los códigos del actual catecismo social: los hombres blancos heterosexuales actúan como una partida de idiotas malvados —especialmente si son nazis, policías franceses o funcionarios y empresarios norteamericanos— mientras los representantes de las minorías son los únicos que parecen contener algo más que aire en el alma o el cerebro. Nada del simpático oportunismo del capitán Renault en Casablanca. Ni siquiera la astuta maldad del mayor Strasser. Transatlantic parece ignorar que un drama —o incluso una comedia ligera— no resulta atractivo sin un obstáculo medianamente complejo que superar. Más si se trata de la compleja misión de salvar algunas de las mentes más brillantes de la época.
Pero al naufragio que es Transatlantic no le basta con ser previsible y caricaturesco. En el esfuerzo por insertar actores afrodescendientes en la trama los creadores de la serie se inventan una improbable representante negra del servicio de inteligencia inglés paseando cubierta de pieles por delante de oficiales nazis y policías de Vichy. O le otorgan el puesto de recepcionista de un importante hotel de Marsella —hotel donde se alojan lo mismo refugiados que oficiales nazis— a un inmigrante de Benin que sospecho que le sería difícil conseguir ese puesto incluso en 2023, no digamos en una Europa invadida por el racismo de Hitler. Pero en su afán por darles protagonismo a personajes afrodescendientes a los realizadores de Transatlantic no se les ocurrió buscar en la Historia. Resulta que uno de los importantes artistas incluidos en la operación real de rescate que describe la serie fue el pintor Wifredo Lam. Lam, artista cubano con sangre africana, china y española en sus venas y reconocido por sus colegas de la bohemia parisina —desde Picasso a Matisse— iba camino de convertirse en el principal introductor del imaginario afroamericano en la pintura del siglo XX.
Pero aparte del pecado de ignorancia, a los realizadores de la serie los traicionó el subconsciente: al parecer asumieron de entrada que un artista de sangre africana como Lam no podría estar entre el contingente de artistas, intelectuales y científicos rescatados en la famosa operación. ¿Para qué investigar más a fondo la historia real si se puede impartir justicia retroactiva enmendando el pasado a golpe de buenas intenciones? No se trata en este caso del racismo beligerante de toda la vida sino de otro, buenista y condescendiente. Es la soberbia de los que se sienten llamados a redimir en ficción a los históricamente excluidos cuando la realidad ha sido bastante más interesante de lo que imaginaban.
No se trata de usar Transatlantic, serie flagrantemente mediocre en casi todo menos en el presupuesto (aunque las reseñas hasta ahora sean “mayormente favorables”) como símbolo de la cultura contemporánea. O sí. La falta de esfuerzo por crear una historia profunda o simplemente informada, permite apreciar mejor el grado cero de la cultura actual, donde muchos se hacen perdonar su falta de conocimiento —y de melanina— usando a las minorías a conveniencia para posar como sus rescatadores. Blancos y blancas aparecen una vez más como redentores de las razas oprimidas, pero sin que se note tanto porque buena parte de ellos estarán detrás de las cámaras. Una variante de racismo bastante más educada y mejor intencionada, pero igualmente ignorante. Como si no fuera suficiente con las variantes tradicionales del racismo. Porque el racismo es eso: la incapacidad de ver al otro como a un igual y a asociar la supuesta superioridad o inferioridad de alguien a un color de piel, una procedencia o a un acento. Y los humanos aceptamos ese artificio para hacer la vida más fácil de entender y asegurarnos algún protagonismo en una historia en la que casi siempre estamos condenados al papel de figurantes.
Es a esa realidad —la del desconocimiento bienintencionado como alternativa al desconocimiento malintencionado— a la que nos enfrentamos los profesores cada día: despejadas las intenciones queda claro que el factor común es la ignorancia, cuya disminución cae justo dentro de nuestro contenido de trabajo. Parecería cosa fácil, si no fuera porque —como en el famoso Siglo de las Luces— la realidad no estuviera inundada de supersticiones. La de la raza es una de ellas, e independientemente de la idea que nuestra época tiene de sí misma, hoy la superstición de la raza parece mucho más sólida que en tiempos de Hitler. Tanto que un etnólogo antirracista como Fernando Ortiz ahora se lo pensaría dos veces antes de publicar un libro que llevara por título El engaño de las razas: no estaría seguro de ser atacado más en nombre de la reacción que en el del progreso.